miércoles, 10 de octubre de 2007

LXII** y LVIII**

Ya no había tiempo para hacer nada factible.

Sin embargo, mi ingenuidad liberó mi imaginación para poder recordar, en tan breve tiempo, momentos eternamente inolvidables, y nociones fantasiosas de no alucinación temporal, haciendo demorar el inevitable final.

La espada del enemigo atravesaba su estómago en el borde superior, dañando el diafragma.

Lo último fue el sentirse morir en otra época, sin tiempo.

LXI**

Ya no había tiempo para hacer nada...

Descubrimiento: mientras lava una taza, de joven, cuando quería llevarse el mundo por delante, se da cuenta de la necesidad psíquica en ciertos momentos, de abandonar sus tareas pertinentes, para adentrarse en algo dispersivo; el trabajo, en todas sus formas representa el modelo por excelencia de lo dispersivo, alienando al sujeto, separándolo de si mismo.
(Este joven, resuelve que debe parar con su militancia sindical, con su vida acelerada de adolescente compulsivo, para poder dedicarse a otra tarea, mas reflexiva………..y abandonar su cuerpo a la comodidad del trabajo, que aunque alienante, logra que su Ser no muera fácilmente, como le sucedería suelto en el delirio desatado de su Yo sin contenciones psíquicas (o sea, sin trabajo).


El tiempo es elástico, se puede adecuar a las ritmos impuestos, ese una fina cuerda de instrumento, que tocamos cada uno de nosotros, haciendo vibrar el mundo; si la abandonáramos, dejaríamos de latir, y moriría el universo.
Si uno pierde la fe en su existencia, se desvanecería, en lo que sería su suicidio.
Si uno trabaja, logrará ser más anciano.

Elastizar ese tiempo está en uno.

El soberano, presidente, se encuentra encerrado en ese cuerpo inmortal, porque realmente lo desea, nadie lo ha encerrado. Solo con una firma de un decreto, puede salir de allí.
Llegada la vejez, la idea de darse muerte circula en la mente, pero es más presente la sombra constante de la Muerte Natural; deseando uno, entonces, la eternidad. Solo Yo, que fui un ingenuo, que se sacrificó por otro, y que creyó e invento toda esta historia.

LX**

Ya no había tiempo para hacer nada...

Problemas con uno de Ellos, Juan, joven que había cometido un error en su máquina, error letal, cometido por venganza de la expropiación de la vida de su amada, cometida por el padre de la misma al enterarse de la supuesta fuga inconclusa planeada por la joven, para escapar junto con su enamorado, Juan.

El narrador miente, y salva al joven, acusándose a si mismo, quien por sus largos años y su cansancio había intentado ocasionarse un daño que lo dejara fuera, quitándose un miembro, con la máquina de su compañero Juan, la cual, en oposición a la suya, era de alto riesgo para el ser. (Conocíase el famoso truco de automutilarse, por eso a los más ancianos se les encomendaba tareas menos peligrosas, haciendo así que su larga experiencia continue creciendo, y ellos no mueran tempranamente).

De esta forma, el anciano es ejecutado frente al resto de la Fábrica, en la Heroica Plaza de Estacionamiento, donde tiempo atrás había nacido su honor de haber sido partícipe del torpe accidente automovilístico que detuvo la ira de los Ancianos Rebeldes.

Ahora, veíaselo sin lágrimas en los ojos, sin deseos de ser dado de muerto, pero sin miedo, llámeselo ingenuidad o valentía, pero el amor lo había conducido a esto.
El recuerdo de aquel viejo amor.
El recuerdo.
(que originó su perdición, y que lo expío del miedo a morir, haciendo recordar eternos momentos).

LIX**

Ya no había tiempo para hacer nada...

Flexibilidad temporal en la fábrica. Fábrica Ciudad mantenida por el ideal de los ancianos trabajadores (por exceso de bondad de una declaración de los derechos humanos, que habilitó el trabajo anciano, hasta el hartazgo, en signo de lo cansado que se hallaban sus dirigentes de tener continuos repudios de ancianos en las puertas de sus casas, que contaban ya con miles de seres sacrificados por los rayos del Sol, secados sus antiguos cuerpos y caidos en el palier, formando un charco de cera.).
No existía la jubilación, sólo las pensiones para liciados incurables. Así, los más viejos, eran llevados a sectores menos perjudiciales para su salud, de modo que no puedan ser heridos por la Gran Maquinaria.

(El presidente, de la Fabrica ciudad, era el más anciano de todos, trabajaba 24 hs diarias en tareas sin ningún tipo de riesgo, dentro de una habitación de la casa presidencial realizada para su privacidad absoluta, con pisos, paredes y muebles de material gomoso, de modo que no pueda herirse ni automutilarse. Su tarea era dirigir la Fábrica-ciudad, disponiendo de su reflexión, experiencia, ancianidad, y facultad de pensar en nuevas formas de poder, generalmente, como vemos en la historia, con severas reprimendas conspirativas contra el mundo exterior, con un sistema de relaciones sociales y un modo de producción dignos de un máximo desprecio por la humanidad total.)

LVIII**

Ya no había tiempo para hacer nada factible.

Mi ingenuidad, que me persigue desde siempre, dicen, alcanzándome cada vez e incluso, en ocasiones, se la ha visto correr a ella delante, pareciendo yo el perseguidor; mi ingenuidad, como decía, que no solo es motivo de comentario en las peluquerías más antiguas del imperio, me caracterizó desde aquel día cuando comprendí la existencia de la flexibilidad temporal.


El sol había permanecido sobre nuestras cabezas todo el camino por la larga ruta de goma gris. Lo cotidiano había convertido el viaje hasta la fábrica en un abrir y cerrar de ojos, cansados aun de las pocas horas de liviano sueño, y caídos sus párpados al compás del metálico ruido, devenido ya en melodía disonante, proveniente de la insoluble fricción del asfalto y el paragolpes trasero, caído desde aquel conmemorable acontecimiento.

Entre nosotros, sabíamos diferenciar a un Nosotros anterior del único Ellos, quienes luchaban constantemente por ‘permanecer’-decían Ellos, ‘entrar’, Nosotros- dentro del primer nosotros, llevando así inherente su propia disolución.Los había del Primer Nosotros, éramos los menos, quienes sentíanse orgullosos de ser los únicos testigos de aquel suceso con la camioneta que continuábamos viajando diariamente hacia la fábrica. Ellos, replicaban que nuestro orgullo se basaba en nuestra ancianidad, dotada sin dudas del traicionero placer de no haber sido un miembro nuestro arrancado jamás por la letal Maquinaria de la Fábrica, lisiándonos con la cómoda garantía de recibir una pensión para el resto de nuestras sedentarias y cortas vidas (en el pueblo, aquellos que lograban la pensión, pasaban el resto de su vida, sentados frente al televisor, recalentándose su cerebro, y engordándose su cuerpo, hasta la muerte).


El accidente, recuerdo, se dio en la playa de estacionamiento de la Fábrica, en otro día soleado. Era el último día de la Huelga de los Ancianos, no es que así lo fuera por haberse cumplido sus peticiones de regreso a puestos menores y más arriesgados, bajo el pretexto de terminar con la matanza de sus hijos, nietos, y bisnietos, sino que los carteles anunciaban que se dejarían matar uno a uno aquel día, tras 100 de continua lucha, utilizando un hierro robado por Milton, el líder de los insurrectos.
Brillando al sol, pese al óxido acumulado, el largo y curvo hierro habíase convertido en el emblema de los estandartes, sostenidos por delgados pero férreos tallos de gomaespuma obtenidos del jardín de la fábrica. Yo mismo había participado de la tala de aquellos bastones, viéndome incluido ante mi inocente negativa, en el grupo comandado por el jefe del ala donde trabajaba, Mustafá Yefeldin.


Recuerdo la simpleza del plan y su ejecución meditada y precisa. Superamos los tres controles simultáneos de vigilancia del jardín de la fábrica, logrando escapar de nuestras posiciones laborales, mientras otros compañeros se ocupaban de atender el doble ritmo de dos máquinas. Descalzos logramos bordear todo el perímetro del patio desde nuestra ventana hasta la unión con la línea de tierra y cemento que se prolongaba desde el macetero central, donde se hallaban los matorrales de gomaespuma, circundando el antiguo roble de polietileno y telgopor. Una vez allí, nos agachamos e imitando a salvajes caminamos en 4 patas. Cortar los tallos fue tarea demandante de métodos enseñados por los mimos dirigentes de la Fábrica: al pasar la guardia por la ventana y ocultarse tras las múltiples columnas distanciadas una de otra de forma radial simétrica, aprovechábamos el instante para posar nuestro peso sobre nuestras ahora patas traseras, con base en rodillas, y morder con nuestros afilados colmillos aquellos tallos de gomaespuma. Con la dedicación y el ritmo sistematizado, fue cuestión de minutos.
Recuerdo el regresar a nuestros puestos de trabajo, los rostros contenidos de alegría de los otros compañeros, reprimiendo por dentro la desazón del triunfo obtenido.


Aquel día, fue Mustafá, quien confiando en mi ‘habilidad como conductor mecánico’ -según dijo- me entregó la dirección de la misión que sería determinante para conseguir el armamento instrumental necesario para la tan anhelada victoria. Debía lograr hacerme con la camioneta de obreros, alterando los cables del motor desde el piso. Para ello, únicamente el valiente Mustafá me acompañaría subiendo él a la cabina haciéndose cargo del volante y los pedales. En una nueva tarea que demandó, sincronización, logramos hacernos con la camioneta. El murmullo, los cantos, la danza que llevaban los huelguistas ayudaron a retener las miradas de los guardias en la muchedumbre descontrolada. Como lagartija me embullí bajo la camioneta, y comencé a analizar los conductos del motor. Escuché la sigilosa entrada de Mustafá al coche, y sus movimientos dentro de él, como graves notas trasmitidas por el agua de una pileta. Tardé lo necesario para un novato que no conocía otro motor que el de su máquina correspondiente en la fábrica. Entretanto, escuchaba los aullidos de los huelguistas y las maniobras de Mustafá. Oí caer su encendedor, sobre el piso del carro, el sonido desvío mis ojos hacia el presunto espacio de origen del ruido provocado. Allí, vi el cable azul oscuro por primera vez.

Terminaba de unir los cables, cuando la multitud pasaba por delante de la camioneta siguiendo el rojo estandarte central sostenido por el brazo derecho de Milton, quien alternaba su altura con el hierro candente al sol que era ya una extensión de su mameluco azul.

Mustafá perdió de vista el encendedor, al tiempo que intentaba recuperarse en su sitio.
La camioneta avanzó alcanzando velocidad en instantes.
Tras la embestida, Milton voló tres metros, y terminó debajo de la camioneta de obreros. La multitud los rodeó de inmediato, dejándome distanciado, tirado en el suelo, como un blanco fácil para la Guardia Armada.



Alguna vez, los escuché riendo, a escondidas de nuestro ensueño, murmurando la palabra ‘ingenuos’ entre sus dientes constantemente apretados por el cansancio del viaje, que para Nosotros, los que habíamos aprendido a oír la melodía del chirriante paragolpe, no era sino un instrumento más en la mecánica opereta diaria.

LVII**

Desde lo alto de la Montaña de esta narración, única como horizonte Oeste de esta extensa llanura, sin picos climáticos ni emociones, bajan aquellos fragmentos que parecíanse olvidados, y habían sufrido la desilución del fracaso de ser recuperados mediante una tarea de rescatista temporal de altos montes, regresan, con su aureola de humo, desde lo alto de Montaña, aquel lugar que unos señalan con el índice, y murmuran: '-De la montaña, Sr...de allí bajaron.'; aqeul lugar que uno puede creer horizonte a alcanzar en un Futuro, pero no es más que el útero de nuestro recuerdo, de lo Pasado.



Ya no había tiempo para hacer nada factible.

Sin embargo, mi ingenuidad liberó mi imaginación para poder recordar, en tan breve tiempo, momentos eternamente inolvidables, y nociones fantasiosas de no alucinación temporal, haciendo demorar el inevitable final.

La espada del enemigo atravesaba su estómago en el borde superior, dañando el diafragma.

Lo último fue el sentirse morir en otra época, sin tiempo.