miércoles, 10 de octubre de 2007

LVIII**

Ya no había tiempo para hacer nada factible.

Mi ingenuidad, que me persigue desde siempre, dicen, alcanzándome cada vez e incluso, en ocasiones, se la ha visto correr a ella delante, pareciendo yo el perseguidor; mi ingenuidad, como decía, que no solo es motivo de comentario en las peluquerías más antiguas del imperio, me caracterizó desde aquel día cuando comprendí la existencia de la flexibilidad temporal.


El sol había permanecido sobre nuestras cabezas todo el camino por la larga ruta de goma gris. Lo cotidiano había convertido el viaje hasta la fábrica en un abrir y cerrar de ojos, cansados aun de las pocas horas de liviano sueño, y caídos sus párpados al compás del metálico ruido, devenido ya en melodía disonante, proveniente de la insoluble fricción del asfalto y el paragolpes trasero, caído desde aquel conmemorable acontecimiento.

Entre nosotros, sabíamos diferenciar a un Nosotros anterior del único Ellos, quienes luchaban constantemente por ‘permanecer’-decían Ellos, ‘entrar’, Nosotros- dentro del primer nosotros, llevando así inherente su propia disolución.Los había del Primer Nosotros, éramos los menos, quienes sentíanse orgullosos de ser los únicos testigos de aquel suceso con la camioneta que continuábamos viajando diariamente hacia la fábrica. Ellos, replicaban que nuestro orgullo se basaba en nuestra ancianidad, dotada sin dudas del traicionero placer de no haber sido un miembro nuestro arrancado jamás por la letal Maquinaria de la Fábrica, lisiándonos con la cómoda garantía de recibir una pensión para el resto de nuestras sedentarias y cortas vidas (en el pueblo, aquellos que lograban la pensión, pasaban el resto de su vida, sentados frente al televisor, recalentándose su cerebro, y engordándose su cuerpo, hasta la muerte).


El accidente, recuerdo, se dio en la playa de estacionamiento de la Fábrica, en otro día soleado. Era el último día de la Huelga de los Ancianos, no es que así lo fuera por haberse cumplido sus peticiones de regreso a puestos menores y más arriesgados, bajo el pretexto de terminar con la matanza de sus hijos, nietos, y bisnietos, sino que los carteles anunciaban que se dejarían matar uno a uno aquel día, tras 100 de continua lucha, utilizando un hierro robado por Milton, el líder de los insurrectos.
Brillando al sol, pese al óxido acumulado, el largo y curvo hierro habíase convertido en el emblema de los estandartes, sostenidos por delgados pero férreos tallos de gomaespuma obtenidos del jardín de la fábrica. Yo mismo había participado de la tala de aquellos bastones, viéndome incluido ante mi inocente negativa, en el grupo comandado por el jefe del ala donde trabajaba, Mustafá Yefeldin.


Recuerdo la simpleza del plan y su ejecución meditada y precisa. Superamos los tres controles simultáneos de vigilancia del jardín de la fábrica, logrando escapar de nuestras posiciones laborales, mientras otros compañeros se ocupaban de atender el doble ritmo de dos máquinas. Descalzos logramos bordear todo el perímetro del patio desde nuestra ventana hasta la unión con la línea de tierra y cemento que se prolongaba desde el macetero central, donde se hallaban los matorrales de gomaespuma, circundando el antiguo roble de polietileno y telgopor. Una vez allí, nos agachamos e imitando a salvajes caminamos en 4 patas. Cortar los tallos fue tarea demandante de métodos enseñados por los mimos dirigentes de la Fábrica: al pasar la guardia por la ventana y ocultarse tras las múltiples columnas distanciadas una de otra de forma radial simétrica, aprovechábamos el instante para posar nuestro peso sobre nuestras ahora patas traseras, con base en rodillas, y morder con nuestros afilados colmillos aquellos tallos de gomaespuma. Con la dedicación y el ritmo sistematizado, fue cuestión de minutos.
Recuerdo el regresar a nuestros puestos de trabajo, los rostros contenidos de alegría de los otros compañeros, reprimiendo por dentro la desazón del triunfo obtenido.


Aquel día, fue Mustafá, quien confiando en mi ‘habilidad como conductor mecánico’ -según dijo- me entregó la dirección de la misión que sería determinante para conseguir el armamento instrumental necesario para la tan anhelada victoria. Debía lograr hacerme con la camioneta de obreros, alterando los cables del motor desde el piso. Para ello, únicamente el valiente Mustafá me acompañaría subiendo él a la cabina haciéndose cargo del volante y los pedales. En una nueva tarea que demandó, sincronización, logramos hacernos con la camioneta. El murmullo, los cantos, la danza que llevaban los huelguistas ayudaron a retener las miradas de los guardias en la muchedumbre descontrolada. Como lagartija me embullí bajo la camioneta, y comencé a analizar los conductos del motor. Escuché la sigilosa entrada de Mustafá al coche, y sus movimientos dentro de él, como graves notas trasmitidas por el agua de una pileta. Tardé lo necesario para un novato que no conocía otro motor que el de su máquina correspondiente en la fábrica. Entretanto, escuchaba los aullidos de los huelguistas y las maniobras de Mustafá. Oí caer su encendedor, sobre el piso del carro, el sonido desvío mis ojos hacia el presunto espacio de origen del ruido provocado. Allí, vi el cable azul oscuro por primera vez.

Terminaba de unir los cables, cuando la multitud pasaba por delante de la camioneta siguiendo el rojo estandarte central sostenido por el brazo derecho de Milton, quien alternaba su altura con el hierro candente al sol que era ya una extensión de su mameluco azul.

Mustafá perdió de vista el encendedor, al tiempo que intentaba recuperarse en su sitio.
La camioneta avanzó alcanzando velocidad en instantes.
Tras la embestida, Milton voló tres metros, y terminó debajo de la camioneta de obreros. La multitud los rodeó de inmediato, dejándome distanciado, tirado en el suelo, como un blanco fácil para la Guardia Armada.



Alguna vez, los escuché riendo, a escondidas de nuestro ensueño, murmurando la palabra ‘ingenuos’ entre sus dientes constantemente apretados por el cansancio del viaje, que para Nosotros, los que habíamos aprendido a oír la melodía del chirriante paragolpe, no era sino un instrumento más en la mecánica opereta diaria.

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